Junto a la majestuosa Mezquita de los Omeyas reposa Saladino, un hijo de Damasco que unificó Siria y Egipto en la lucha contra los cruzados.
Damasco, 28 sep (SANA) Al pensar en ciudades icónicas, uno puede imaginar los Campos Elíseos de París, las elegantes filas georgianas de Londres o los cálidos ocres de Roma. Sin embargo, cuando se menciona Damasco, la mente inevitablemente se dirige a su Ciudad Vieja, un laberinto de cientos de casas, grandes y pequeñas.
Pasear por sus angostas y sombrías callejuelas, donde las ventanas parecen casi tocar la cabeza, es una experiencia fascinante. Detrás de esas paredes, se esconden patios encantadores, cada uno adornado con una fuente de piedra en el centro, rodeada de naranjos, limoneros, vides y jazmines.
Las impresionantes murallas de la ciudad, que han sido testigos de la historia durante milenios, se abren a través de ocho puertas que han dado la bienvenida al mundo. En su interior, se encuentran tesoros de historia y espiritualidad. Junto a la majestuosa Mezquita de los Omeyas reposa Saladino, un hijo de Damasco que unificó Siria y Egipto en la lucha contra los cruzados.
Más adelante, se erige el Palacio Azm, una joya del siglo XVIII que actualmente funciona como museo de tradiciones populares.
La vida cotidiana se desarrolla en cafés como Al-Nawfara, donde las pequeñas mesas redondas en el exterior invitan a los visitantes a disfrutar de un té o un café, mientras el aroma de las shishas flota en el aire. Aquí, se pueden escuchar las historias de los últimos hakawati, el cuentacuentos.
El recorrido continúa hacia el barrio cristiano, donde la “calle Recta”, un antiguo decumanus romano, evoca pasajes bíblicos y conduce a la Bab Sharqi, la Puerta del Sol. No es de extrañar que Justiniano llamara a Damasco “la luz de Oriente”, ni que Maurice Barrès afirmara que “no es un lugar, sino el alma misma”. Quizás el Profeta Muhammad tenía razón al describirla como “un cielo en la tierra”.
Por Watfeh Salloum



