Tercera Guerra Mundial: ¿es posible? O ¿ya comenzó?

¡Y la guerra también es negocio! Da ganancias…, aunque sólo a algunos, por supuesto. Ese es el grado de insensibilidad al que llega el sistema vigente: matar gente, destruir la obra de la civilización, producir hechos criminales… ¡es negocio! ¡Ese es el espíritu que lo alienta! Todo es mercancía, absolutamente todo: la muerte, el sexo, el amor, la comida, el saber, el entretenimiento, etc. ¡Eso es el sistema dominante! Felizmente, hay otros a la vista, un poco sacados de en medio por la corporación mediática, pero que continúan vigentes como inspiración.

Damasco, 27 sep (SANA) Los tambores de guerra suenan amenazantes. ¿Será cierto que vamos hacia una Tercera Guerra Mundial?

En un sentido, la ahora terminada Guerra Fría fue, de hecho, una guerra mundial: las dos potencias representantes de los sistemas imperantes en el momento del enfrentamiento (Estados Unidos y la Unión Soviética) pusieron las armas y el discurso ideológico; innumerables países del por entonces llamado Tercer Mundo, los muertos. La confrontación, sin dudas, fue planetaria. En sentido estricto: fue una guerra mundial.

Desde terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, que causó alrededor de 60 millones de muertos, la cantidad de víctimas registradas en todas las guerras que ha habido -¡y sigue habiendo!- posteriores a esa fecha, supera holgadamente aquella cifra. Definitivamente la guerra ha sido la constante en estas pasadas décadas.

La afirmación de que «ya no hay guerras mundiales» tiene una carga eurocéntrica (en el sentido de «formulación desde las potencias capitalistas de Occidente», Europa y Estados Unidos, incluyendo quizá también a Japón por su pertenencia ideológica): no hay guerra entre esos países, lo cual no significa que las guerras no sigan siendo una triste realidad en el mundo.

La interrelación y fusión de capitales que sobrevino al Plan Marshall fue una manera de entretejer redes capitalistas entre las naciones dominantes, asegurándose el mutuo respeto. O, al menos, la convivencia libre de combates. Pero las guerras no desaparecieron. ¡Ni remotamente!

Por el contrario, los conflictos bélicos siguen siendo parte fundamental del sistema como un todo. En tal sentido, representan 1) un gran negocio (solo para algunos, obviamente), y 2) permiten oxigenar continuamente al «sistema- mundo» del capital (para usar la expresión de Wallerstein). Las guerras no son inevitables, pero en este marco del capitalismo como sistema dominante, sí lo son.

El sistema, en muy buena medida- y ello en forma creciente con el paso de los años y la acumulación de capital- necesita de las guerras. Hay que destruir para volver a construir: ciclo monstruosamente infame del que la sociedad capitalista no puede escapar. Las guerras están en su ADN. Aunque el actual enfrentamiento europeo entre Rusia y Ucrania se ha robado toda la fanfarria mediática, en el mundo se cursan infinidad de guerras de mediana o baja intensidad de las que la industria comunicacional casi no habla. O no habla.

Entre grandes guerras (con más de 10 mil muertes anuales), guerras civiles, tribales y enfrentamientos armados diversos (con hasta 10 mil muertos al año) y pequeños conflictos y escaramuzas, hoy día se pueden contabilizar más de 50 frentes de combate: Yemen, Arabia Saudita, Palestina, Siria, Birmania, Pakistán, Etiopía, Nigeria, Somalia, Camerún, Colombia, Egipto, Libia, India, Filipinas, Israel, Tailandia, Senegal, México, Chad, por nombrar solo algunos.

De la guerra ruso-ucraniana se habla más -se habla hasta la saciedad en este momento- porque allí se juegan otras agendas; concretamente: el posible nuevo orden internacional, la redistribución de áreas de influencia para los grandes poderes globales (el área dólar de los megacapitales occidentales, estadounidenses y europeos, versus un nuevo polo de poder centrado en el eje Pekín-Moscú).

Las guerras no son expresión de la “enfermedad” psicológica de algunos (nunca falta un “malo de la película”: Adolf Hitler, Saddam Hussein, Mohamed Khadafi, Nicolás Maduro, Kim-Jong-un, ahora Vladimir Putin) sino manifestación de luchas de poder.

Dicho en otros términos: expresión de luchas de clases sociales en su dinámica universal. Dado que hay clases dominantes -hoy día, una oligarquía capitalista global, básicamente noratlántica-, como hay enfrentamiento al rojo vivo, la ideología de esa clase divide al mundo en “buenos” (Occidente democrático) y “malos”, que están del otro lado del mundo, las “autocracias” rusa y china (con algún agregado como Norcorea o Irán, países “díscolos”, que no acatan las órdenes de los capitales occidentales).

En realidad hoy, a escala planetaria, la lucha no es entre capitalismo y socialismo, sino solo entre planteos capitalistas. En estos momentos, la hegemonía en la aldea global la tienen los capitales (no los trabajadores), por lo que la disputa es en torno a ese eje.

Los mandatarios “buenos” (incluidas esas rémoras feudales de la Edad Media que son las casas reales europeas, resabios de cuando todavía se creía en brujas) siempre blancos, rubios y de ojos celestes, serían entonces el ejemplo de democracia y defensa de la libertad. Los que no entran en ese selecto club privado serían los “malos”. Toda esa mentira ideológica, ¿no es acaso una forma de monstruosa violencia?

En otros términos: guerra psicológica, con armas más letales que las de fuego, o letales de otro modo: no provocan homicidios ni genocidios sino intelicidios. “Miente, miente, miente…, algo queda”, enseñó Joseph Goebbels, enseñanza llevada a un grado sumo por la actual corporación mediática: ¿qué es eso sino una forma de manipulación sutilmente violenta “para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, como decía hace cinco siglos el teólogo italiano Giordano Bruno?

Los manuales militares actuales hablan de esto como “guerra psicológica”, sin ningún empacho: “Busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente; requiere una evaluación previa de las vulnerabilidades del oponente y suele basarse en tácticas, armas o tecnologías innovadoras y no tradicionales” (Steven Metz). Evidentemente, hay guerra para rato, con las más diversas modalidades: armas de fuego convencionales, aparatos mediáticos, armamento nuclear.

Ahora se está hablando insistentemente de una posible nueva conflagración planetaria, disparada por el enfrentamiento Rusia-Ucrania o, posiblemente, por las provocaciones de Estados Unidos hacia China a partir de la “provincia rebelde” (o Estado soberano, según quien vea la cuestión) de Taiwán.

Los mortales de a pie -es decir: la prácticamente totalidad de la población mundial- no tenemos mayores noticias de esto, de lo que en verdad se está cocinando. ¿Qué planes secretos tiene el Pentágono? ¿Qué estrategia de largo plazo tienen pensado los grandes capitanes de la economía global? ¿Qué acuerdos de cooperación militar hay entre Rusia y China? ¿Qué sabemos del sistema Perímetro (“Mano muerta”) de respuesta nuclear automática de Moscú? Si las potencias capitalistas han decidido no volverse a enfrentar entre sí (con la hegemonía militar absoluta de Washington que tomó a Europa Occidental como su rehén nuclear y lidera esa coalición obligada que es la OTAN), ¿por qué entonces la posibilidad de una guerra mundial, tal como ahora pareciera posible?

En realidad, cuando hoy por hoy se habla de «Tercera Guerra Mundial», se está haciendo alusión a la posibilidad de un conflicto entre Estados Unidos y sus dos verdaderos rivales: la República Popular China y la Federación Rusa, los únicos realmente en condiciones de hacerle frente en el plano militar. La OTAN es el brazo armado de Washington en territorio occidental fuera de América. Dicho sea de paso: Estados Unidos tiene 452 bases militares en el continente europeo (en Alemania básicamente, el país derrotado en 1945), mientras que Europa no posee ni una sola instalación castrense en suelo estadounidense. ¿Quién manda? Más claro: imposible.

Las guerras que se libran hoy día son todos conflictos internacionalizados. En todos, directa o indirectamente, están presentes los intereses geoestratégicos de las principales potencias, ya sea porque la venta de armas y/o la reconstrucción de lo destruido es un jugoso negocio, ya sea porque esas guerras expresan las disputas político-económicas por áreas de influencia con un valor global. Los principales fabricantes de armas son, justamente, las potencias que hoy se disputan la geo-hegemonía: Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña, Francia, todos ellos con poder nuclear. Y curiosamente, los supuestos garantes de la paz mundial, los únicos con sillas permanentes en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

Las interminables guerras del África sub-sahariana (por el control de recursos estratégicos como, por ejemplo, el coltán, u otros minerales imprescindibles para la industria de avanzada) o del Oriente Medio (por el control del petróleo), son la manifestación de planes imperiales de dominación, donde participan empresas de distintos países capitalistas llamados (con nada disimulada soberbia) «centrales».

Esos enfrentamientos, sin ningún lugar a dudas, son guerras mundializadas. ¿Qué hacen soldados europeos en Afganistán? ¿Qué hacen los portaviones estadounidenses en el Mar Rojo? ¿Por qué fuerzas de la OTAN bombardean Libia o Egipto? O más aún: ¿cómo es posible entender que fuerzas centroamericanas, de El Salvador por ejemplo, participen en misiones en África (en Mali), supuestamente de paz, de la mano del ejército estadounidense?

Ya no se diga lo que está ocurriendo ahora en Ucrania: es abiertamente una guerra por delegación; es decir: la OTAN, bajo el mando de Washington, está participando en forma abierta en apoyo a Kiev. Corrijamos: no en apoyo a Ucrania (¡qué les importan los miles de soldados ucranianos muertos ni la población de ese país!) sino en contra de Moscú.

Esta guerra, que ahora está robando la atención de la corporación mediática mundial, es un intento de Estados Unidos por evitar un nuevo polo de poder global que le quite supremacía. Es, definitivamente, una guerra mundial. Guerra tremendamente perversa, porque queriendo hacer aparecer el conflicto como un enfrentamiento entre dos países, la Casa Blanca -el verdadero y único poder que maneja la situación por el lado de Occidente- está desarrollando su estrategia de intentar detener la aparición de nuevos poderes globales.

Tan mundial es esta guerra que un presidente de un olvidado país centroamericano como Guatemala (con un ejército que no podría estar ni remotamente en condiciones de enfrentarse al ruso) viajó a Kiev para dar su apoyo a Volodimir Zelensky, el mandatario ucraniano. Más allá de que esa medida puede haber sido solo un genuflexo intento de la actual administración de la nación centroamericana para congraciarse con el poder de Washington intentando evitar deportaciones y quitado de visas a sus corruptos funcionarios, el hecho muestra la “mundialidad” del asunto: ya estamos cursando una guerra mundial.

Todos estos son conflictos, y no solo el de Ucrania, absolutamente mundiales. Como lo puede ser el que el Pentágono está buscando generar en el Mar de China, utilizando a Taiwán como campo de batalla. Tras la fachada de la OTAN o de la ONU, o de la reciente asociación AUKUS para atacar China (Australia, Reino Unido de Gran Bretaña y Estados Unidos, por sus siglas en inglés), vienen las petroleras, las grandes empresas euro-estadounidenses, las inversiones de la gran banca mundial (occidental). ¿No son reparticiones mundiales esas, que recuerdan la Conferencia de Berlín de 1884/5, donde unas cuantas potencias capitalistas europeas se dividieron el dominio del África sobre un mapa?

Ahora, en forma alarmante, se nos habla de una posible guerra mundial con armas atómicas. ¿Quién es el “malo de la película” en todo esto? Según desde donde lo miremos, puede ser Putin (el nuevo Hitler, un “psicópata sediento de sangre”; no olvidar que esa persona es el presidente de un país capitalista, ¡ya no es socialista!, un país tan capitalista como Estados Unidos, o Inglaterra, o Arabia Saudita) o la geopolítica de Washington. Lo cierto es que estamos ante una escalada sin precedentes desde 1945.

Los mega-capitales occidentales tienen mucho que perder: si Moscú, junto con Pekín, se constituyen en los nuevos referentes planetarios, se termina el reinado del dólar y del “hombre blanco” eurocéntrico. ¿Llegaremos realmente al holocausto termonuclear disparando los más de 15 mil misiles con carga nuclear? (cada uno de ellos con una potencia destructiva 30 o 50 veces mayor a las bombas de Hiroshima y Nagasaki) ¿Qué se juega en esa posible «nueva» guerra mundial?

Alguna vez dijo Einstein: «No sé si habrá Tercera Guerra Mundial, pero si la hay, seguro que la Cuarta será a garrotazos». Desgarrador, y tremendamente cierto. Aunque equivocado. Corrijamos al genio de la física: ¡No habría Cuarta, porque no va a quedar forma viva alguna sobre la faz del planeta!

El poder nuclear que se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XX en plena Guerra Fría -pero super caliente para los territorios donde, por delegación, se enfrentaban las dos superpotencias- y lo que va del actual, es impresionante. De liberarse toda esa energía se produciría una explosión con una onda expansiva que llegaría hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, pero que no resuelve los principales problemas del mundo. Se puede destruir todo un planeta… pero continuamos con niños de la calle, población hambrienta y prejuicios milenarios como el patriarcado.

Algo no funciona en esa idea de progreso. El capitalismo, definitivamente, no quiere –¡ni puede!– resolver todo esto. Su esencia es la acumulación de capital, y si para eso sirve la guerra: ¡adelante con la guerra!

El sistema económico-político actual -basado exclusivamente en el lucro empresarial individual- no ofrece ninguna posibilidad real de arreglar la situación, porque en su esencia no existe la preocupación por lo humano, la solidaridad, la empatía: lo único que lo mueve es la sed de ganancia, el espíritu comercial, el negocio. El ser humano de carne y hueso no cuenta.

¡Y la guerra también es negocio! Da ganancias…, aunque sólo a algunos, por supuesto. Ese es el grado de insensibilidad al que llega el sistema vigente: matar gente, destruir la obra de la civilización, producir hechos criminales… ¡es negocio! ¡Ese es el espíritu que lo alienta! Todo es mercancía, absolutamente todo: la muerte, el sexo, el amor, la comida, el saber, el entretenimiento, etc. ¡Eso es el sistema dominante! Felizmente, hay otros a la vista, un poco sacados de en medio por la corporación mediática, pero que continúan vigentes como inspiración.

Por eso hoy día la posibilidad de una nueva guerra mundial devastadora está abierta. Pero cuando se dice «mundial», se está hablando de la confrontación de la potencia dominante: Estados Unidos, y sus obligados aliados (¿perros falderos?), con quienes efectivamente le hacen sombra, Rusia y China.

Y fundamentalmente con esta última: el avance del yuan sobre el dólar es irrefrenable. Lo que se juega verdaderamente en esta posibilidad de locura nuclear es la supremacía que vino detentando el principal país capitalista del mundo hasta ahora, momento en que empieza a ser seriamente cuestionado.

El capitalismo, en tanto sistema planetario, y también su locomotora: la economía estadounidense, desde el año 2008 cursan una profunda crisis de la que no se terminan de recuperar. En ese escenario, el auge de China y su incontenible pujanza, resulta una afrenta insoportable, más la potencia militar de una Federación Rusa renacida, que dejó atrás la crisis final de la Unión Soviética. Ante este escenario, la posibilidad de una guerra funciona como válvula de escape, como salida de emergencia para los actuales amos planetarios. Aunque, por supuesto, la guerra no es ninguna salida. Pero en un sentido, sí revitaliza al sistema global, obviamente a favor de la élite dominante.

En esa lucha por mantener la supremacía o, dicho de otro modo: por no perder un centavo de la ganancia capitalista, la geoestrategia de Washington apunta a asfixiar por todos los medios a sus rivales, a sus verdaderos rivales, que no son ni la Unión Europea ni Japón. Un rival de peso que es, sin vueltas de hojas, el eje Pekín-Moscú. La guerra, lamentablemente, es una de las opciones, quizá la única, en esta lucha a muerte. Ahora significa prolongar la locura en Ucrania, quizá abrirla en Taiwán. Aunque todo ello puede llevar al desastre global, una locura total y sin posibilidad de retorno. Quienes estamos en el medio somos los ocho mil millones de seres humanos de a pie que no queremos morir por el impacto de los misiles, ni por la posterior radiación, ni de hambre debido al perenne invierno nuclear.

Comentario marginal: hablamos de civilización como sinónimo de progreso, como oposición a salvajismo, pero por lo que se ve, la dinámica humana no ha cambiado mucho en relación a la historia de nuestros ancestros: las cosas se siguen arreglando -más allá de cualquier pomposa declaración por la paz- en relación a quién tiene el garrote más grande. El pequeño -y desgarrador- detalle es que hoy ese garrote se llama misil balístico intercontinental con ojiva nuclear múltiple. Y si es lanzado con un vehículo hipersónico indetectable por los medios de defensa actuales, mejor.

De darse un enfrentamiento entre los gigantes, definitivamente se usaría material nuclear. Queremos creer que ello no sucederá, pero no hay garantías. Los países que detentan armas atómicas son pocos: Gran Bretaña, Francia, India, Pakistán, Israel (aunque oficialmente declara no tenerlas), Corea del Norte, China, todos ellos en una escala moderada, y en mayor medida, con infinitamente mayor capacidad destructiva: Rusia y Estados Unidos.

A la Unión Soviética la terminó asfixiando la carrera armamentista; a Estados Unidos, el negocio de las armas le provee una muy buena parte de su economía. Es obvio que la guerra alimenta al capitalismo. Pero sucede que jugar con energía nuclear es invocar a los peores demonios. Hagamos lo imposible para que los mismos nunca despierten.

Fuente: Prensa Latina

 

 

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